Lo resumió un amigo: "A un concurso de cine experimental van cuatro gatos y aquí estamos asistiendo a un audivisual completo con todo el aforo vendido y ocupado. Y además, con música en vivo ¡que se oye como en casa!".
Fue la guerra de las galaxias, vertiente sensorial lumínica y sónica, en directo desde el espacio audiovisual para los asistentes; con un vívido deseo de que se personasen los ausentes, los alejados, bien por la acerada brisa de la adicción bien por la metálica onda expansiva de una detonación.
La puesta en escena es un despliegue de ingeniería artística, acústica y lumínica: un espectáculo milimetrado con un mensaje obsesivamente definido por las canciones, unas imágenes que hablan claras aún cuando la letra pueda parecer confusa, un sonido nítido en un recinto cubierto y una iluminación brillante; porque con Roger Waters todo tiene su significado, lo diga cantado, lo toque instrumentalizado, lo muestre proyectado o lo aúne audiovisualizado. Un significado más cerebral que visceral, más obsesivo que distendido, más crítico que laudatorio en un concierto que gira en torno a las falacias de los cerdos volantes que nos mantienen entretenidos a morir, en medio del caos de la difusa información difundida por los medios y aprovechando que quien más y quien menos va de autostopista emocional por la vida.
Todo encaja, la política y el dinero no beben los vientos del azar: todo tiene su razón de ser cuando el artista invitado lo canta en persona, confortablemente adormecido tras el muro, eclipsado desde la cara oculta de la luna, abandonando Beirut o preconizando desgañitado que la solución final pasa por el psiquiátrico Fletcher.